Cuando se aproxima la fecha en que el mundo conmemora el acontecimiento más trascendente de su historia, el hombre se siente sacudido por una emoción indefinida, irresistible… Por Edberto Ulises Sureda.
Ante la Pasión y Muerte de Cristo como hecho histórico y religioso, nuestro pueblo cristiano ha adoptado una actitud original, singular, distinta quizás a los demás pueblos de toda comunidad religiosa.
Cuando se aproxima la fecha en que el mundo conmemora el acontecimiento más trascendente de su historia, el hombre se estremece, se siente interiormente sacudido por una emoción indefinida, irresistible.
Hace un alto en el camino para revisar su vida, reajustarla con el propósito de hacerla más limpia, más cristiana. Y para alcanzar este propósito de iniciar una vida nueva, el hombre se entrega a la meditación, a los actos piadosos, se prepara, se ejercita para que, asistido por la Divina Gracia, su deseo grane en fecunda realidad.
Es la hora en que el cristiano formula su balance anual repartiendo la vida pasada entre los dos platillos de la balanza, pero no se ha contentado con esto solamente. “Ha querido ir y, efectivamente, ha ido más lejos”. Además de rememorar, de volver a hacer memoria y recuerdo de la Pasión de Jesús, ha querido revivirla, volver a vivirla.
Pero no imaginativamente sino de manera plástica, dando cuerpo a cuantos personajes participaron en el drama. De esta suerte, hiriendo los sentidos, el pecador sentirá más honda la punzada del arrepentimiento, porque verá, por sus propios ojos, que “aquello” fue así. Y en verdad que así fue, y para contarlo, a lo largo de la geografía brotan luminarias que, encendidas por la fe, avivadas por la devoción, la tradición conserva celosamente, como un tesoro espiritual de inigualable riqueza.
En el proceso que una vez más desfilará ante nosotros, nadie puede refugiarse en la postura cómoda, cobarde, inhibicionista, del simple espectador. Porque somos todos protagonistas en el drama. Lo queramos o no, lo confesemos o lo “nieguen”, todos, absolutamente todos, sin ninguna excepción, hemos estado allí. Y si todos somos protagonistas, es claro que nadie puede ocupar, indiferente, butaca de espectador. La conmemoración de la Pasión de Cristo opera en nuestra alma el efecto de una saludable convulsión.
Es como si caminando distraídamente, enfrascados en el pensamiento de nuestros negocios terrenos, a la vuelta de la esquina, alguien, tal vez un Ángel, agarrándonos por las solapas nos zarandeara para decirnos casi a grito pelado: ¿Todavía no te has enterado de que “todo esto” sucedió por ti y para ti? ¿Acaso has olvidado ya que Ése, que va clavado en el madero, murió para que tú resucitando de la muerte del pecado pudieras nacer a la vida eterna? ¿Es que ignoras o, lo que es peor, quieres ignorar que Ése Muerto, que ahora para ante ti, con el precio de la sangre, selló la paz entre Dios y los hombres? ¿Es que no te sientes aludido por nada de lo que allí sucedió? Mira que no son vanas palabras. Es la Verdad, la única Verdad, la Suprema Verdad.
Conviene, por tanto, que la Semana Santa conserve el carácter penitencial, el sentido profundamente religioso que siempre ha tenido.
Comprendamos que la Pasión y Muerte de Cristo es algo más serio para que sirva, solamente, para brindar oportunidad de rendir tributo a una tradición, a una costumbre heredada, laudable, a condición de que vaya empapada de una actitud cristiana, sinceramente sentida.
Nadie debe decir: yo estoy aquí porque estuvo mi padre y antes que mis padres estuvieron mis abuelos, y quiero que mañana, como hoy yo, esté mi hijo. Sí, tu padre y tus abuelos estuvieron, pero con el alma desgarrada de dolor por el Dolor del Nazareno. Y así debes estar tú hoy para que mañana pueda estar tu hijo. Ese dolor nos empujará a meditar, nos obligará a encararnos con nuestra vida pasada, a juzgarla con rigor, con severidad.
Descubriremos con espanto cuanta parte tenemos nosotros por nuestros pecados en el Dolor de Jesús. No en el dolor de entonces, que todavía no éramos, sino ahora, después de muerto y resucitado, porque el pecado es lo que nos acerca a los deicidas.
El arrepentimiento nos arrancará unas lágrimas silenciosas que resbalarán por el alma como rocío fresco, vivificante. Y entonces limpios, purificados, encontraremos la dulce, la serena paz del Señor.
Y ahora, juntos, vosotros y yo vamos a desfilar como penitentes en la Semana de la Pasión. Pero es necesario que la procesión nos vaya por dentro; que vivamos la Pasión, es decir, que padezcamos con Cristo y por Cristo, que carguemos con la cruz de nuestras culpas, que arrastremos las pesadas cadenas de nuestras flaquezas, de las ofensas todas que a lo largo de nuestra vida cometimos contra Aquél que murió para que nosotros “Viviéramos”.
Para un cristiano, hablar públicamente de Cristo, de su Pasión y Muerte, es motivo de gozosa responsabilidad y muy espiritual el honor que debo agradecer.
Por Edberto Ulises Sureda
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