Lo mataron sus captores, pero también una sociedad aterrada que prejuzga y condena. Por Jorge A. Derra.
El autor duda antes de escribir estas líneas y hacerlas públicas. No porque le falte certeza en el juicio sino porque entiende que detrás de esta tragedia hay toda una familia destrozada, que merece el mayor de los respetos. Y en ocasiones como estas, el respeto tiene forma de silencio.
A pesar de la duda, la convicción de que lo hay para decir es trascendente impulsa a sentarse frente al teclado, para tratar de responder una pregunta dolorosa: ¿Quién mató a Matías Berardi?
Ya casi todo se sabe de los pormenores del tremendo crimen contra un pibe de 16 años, que vivía en la localidad de Ingeniero Maschwitz. Poco y nada podría agregar quien está al tanto del tema solo por los medios de comunicación.
El hecho, sin duda, es un suceso que demuestra la inseguridad con que vivimos. De todos modos, sería prudente reflexionar en algunos puntos de este caso particular, que parece estar acompañado por mucho de fatalidad.
Los padres de Matías, en medio de su dolor, no tienen, visto desde afuera, motivos para reprocharse nada. Por lo que se conoce, fueron prudentes, responsables y precavidos al programar la salida de su hijo esa noche.
Una combi dejó al chico a metros de una remisería, o de la parada del colectivo, un día laborable, en un lugar que es centro de transferencia de pasajeros, con una estación de servicio a metros y un horario, 5 ó 6 de la mañana, donde el movimiento es fluido. Nada tendría que haber pasado. Pero pasó.
Cualquiera que se ponga analizar el caso podría decir que la seguridad en la que falla el Estado se veía suplida por los recaudos tomados por la familia. Viendo como parecen haber ocurrido los hechos, parecería que la única forma de haberlos evitado es que un patrullero esperara al pibe al bajar de la combi y lo acompañe a su casa. Eso, claro, no está en los recaudos de la seguridad pública en ninguna parte del mundo.
Es aquí donde la fatalidad aporta su rasgo brutal en la suerte de Matías.
Pero hay otra cuestión que no podemos pasar por alto, como adultos, como integrantes de una sociedad insegura, pero además injusta, discriminadora, prejuiciosa y estigmatizadora. Además de la inseguridad y la fatalidad, Matías fue víctima de su condición de joven.
Según se narra en las versiones periodísticas, Matías luchó por su vida con todas las fuerzas que su juventud, su condición de pibe sano y deportista le daban. Así pudo escapar del galpón donde estaba cautivo, escalar una reja de dos metros de alto, correr por las calles pidiendo auxilio, subirse a un auto o intentarlo.
Todo eso pudo hacer el chico en su desesperado intento de escapar de su destino. Pero con lo que no pudo Matías fue con una sociedad vaciada de solidaridad, atestada de estereotipos, inmovilizada por el miedo y los preconceptos. Una sociedad que, por el impulso de distintos actores, hace tiempo que estigmatiza a la juventud, la condena sin escucharla, la martiriza sin darle una oportunidad.
Es la sociedad que decía “en algo andaría” La que los mandó a morir a Malvinas para satisfacer sus propias ínfulas patrióticas, la que los quemó en Crogmanon o los aplastó en Beara hace unos días nomas. Esta sociedad que mira sin ver el calvario de sus jóvenes, tal vez muy diferentes a Matías.
Esa fue la gran fatalidad del pibe asesinado, lo confundieron con uno de los otros, lo confundieron con un Luciano Arruga o un Walter Bulacio, con uno de esos prescindibles que vagan por las calles.
Matías pidió ayuda. Nadie se la dio. Los delincuentes, sus asesinos, les dijeron a los vecinos que era un ladrón, que les había querido robar. La sociedad les creyó a los asesinos, por supuesto. El otro era un pendejo, un guacho. Un menor, hubieran dicho los medios de comunicación, si Matías no hubiera sido quien fue.
Matías murió por la inseguridad, por la fatalidad y por ser Joven. Lo mataron sus captores, pero también una sociedad aterrada, vaciada de sentido solidario y que prejuzga y condena por pura estigmatización. No le alcanzó con ser rubio y de clase media para salvarse del calvario de una juventud condenada a las peores actitudes de una sociedad egoísta.
Que cada uno de nosotros se haga cargo de su parte de culpa.
Por Jorge A. Derra
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