– A este boliche habría que cambiarle el nombre, protestó, como de costumbre, “El Pelado” Ferrari. Tendría que llamarse “El Embudo”, porque todos vienen a caer aquí.
El origen de aquel comentario era la presencia, desde hacia varios días, de “El Francés” o Alphonse Lagaver, como decía llamarse, un gordo grandote que apareció (nadie sabe cómo ni por qué) en La Pérgola, con un bandoneón; mejor dicho, con el estuche de un bandoneón, donde supuestamente había un fueye.
Monsieur Lagaver, como lo llamábamos, empezó a venir de a poco (como muchos) y se quedó (también como muchos). Su agradable conversación y sus modales, con cierto refinamiento, denotaban una educación importante, y su vestimenta, aunque desgastada, un buen pasado económico. Esto lo convertía en una especie de gentleman orillero, un atorrante mundano, simpático y querible.
Al poco tiempo habitaba la piecita del fondo, la misma que “Gomina” usaba de camarín y que albergó a Roger y a “ tantos muchachos en su racha de vida fulera”.
Es que «La Pérgola» era un abrazo permanente, un paraje donde los afectos tenían eco y se multiplicaban (para varios fue, como dice el tango, “lo único en la vida que se pareció a la vieja”).
Muchas veces se quedaba dormido, con el estuche del bandoneón sobre las rodillas, como un Pichuco grandote, y como nunca lo abría, empezamos a fantasear qué llevaría adentro.
Era la época de los Spaghetti-western, y alguien dijo:
– Un día de estos, hace como «Django» (una película con Franco Nero, en la que arrastra un misterioso ataúd) , saca una ametralladora y nos mata a todos.
– A ver si es como Arturo de Córdova en “Que Dios se lo pague”, dijo Alfredito Melidore mientras recopilaba datos de la historia escobarense.
– ¿Cómo es eso de “Que Dios se lo pague”?, preguntó el petiso Alarcón
– Una película argentina, vieja, se apresuró a contestar “Pepe”. El tipo de día mangaba en la puerta de la iglesia y de noche era millonario.
– Trabajaba Zully Moreno también, agregó “El Chivo”.
– Parece un buen tipo, dijo Juanqui (el dueño del lugar).
II
La vieja Carmencita, había sido llorona profesional (de aquellas que lloraban y rezaban el rosario en los velorios), una profesión totalmente en desuso, que la colocaba en la categoría de desocupada y, cumpliéndose la “Ley del Embudo” que proclamaba “El Pelado” Ferrari, vino a caer a La Pérgola.
Venía seguido al boliche, y por pedido, por canje o diversión, rompía a llorar espontáneamente y en forma tan lastimera que conmovía a los presentes (especialmente a los que no la conocían).
Con “El Francés” conformaban, sin querer, un dúo extraordinario.
Cuando “Carmencita” empezaba a llorar y Lagaver se había tomado unos vinos, no podía soportar “el dolor de aquella mujer” y él también lloraba mientras intentaba consolarla. Representando una escena surrealista, casi Fellinesca, pues mientras en el centro de la escena dos personajes lloraban abrazados, un coro de carcajadas enmarcaban el acto, en un contrapunto fantástico, grotesco y divertido.
“Los llorones”, como se los bautizó, fueron, sin saberlo, una de las atracciones que La Pérgola ofrecía, un show que podía comenzar en cualquier momento y sin programación. Solo había que estar ahí. Y yo estuve.
III
“Cuartito azul dulce morada de mi vida…
fiel testigo de mi tierna juventud…”
Mientras pintaba la piecita del fondo de azul, Lagaver cantaba. Se lo veía feliz. Parecía haber encontrado su lugar en el mundo.
Reía, y (al decir de los muchachos) engordaba por hora.
Parafraseando a Vladimiro Maiacovski, podría decirse que “Su anatomía se había vuelto loca…”. Era todo panza.
Aunque para ser justo, debiera decir, todo panza y corazón, porque el gordo había demostrado, en el tiempo que llevaba en el lugar, ser de sentimientos nobles, solidario y muy sensible.
IV
Y el estuche sin abrir…
A Pedrito Pierrasteguy le gustaban las novelas policiales. Tal vez por eso comentó:
– No sé porqué este gordo me hace acordar a Burgos, el descuartizador de Constitución.
“Enriquito” Tabares, descendiente de una dinastía tanguera, provocó una carcajada, cuando dijo:
– A lo mejor lleva las trenzas de la china y el corazón de él, como Alberto Arenas.
– No se preocupen, dijo “Tito” Colaccilli. Si Ustedes quieren, consigo una orden de allanamiento y se lo hacemos abrir.
Estas son solamente algunas de las versiones que generaba aquel misterioso estuche, convirtiéndose en un divertimento diario, al punto que, sin importar lo que hubiera adentro, empezamos a desear que no lo abriera nunca, para seguir sosteniendo aquella fantasía.
Pero….
V
El misterio se develó el día que falleció “Pepe”.
– Se fue un “Gomía”, dijo el francés (decir “Gomía” era resaltar al máximo el significado de la palabra original). Y abrió el estuche.
Todas las miradas se dirigieron a él.
La expectativa y el murmullo que aquello provocó fue interrumpido por la llegada del cortejo fúnebre, que se detuvo unos minutos frente al boliche, como para que “Pepe” sea despedido por los amigos.
– Chau, hermano, fue el discurso de “Juanqui”.
Y “El Francés”, sentado en la vereda de “La Pérgola”, comenzó a tocar una melodía tristísima. Lo hizo con tal sentimiento que hasta “El Turco”, a quien “Pepe” le debía, se puso a llorar.
El cortejo se había marchado y “El Francés” seguía tocando.
– Déjenlo tocar, dijo Enrique (el de “La Teoría”). Está llorando.
Nadie se atrevió a interrumpirlo.
VI
El fin de un misterio dio lugar a otro, aún más interesante.
Como despojado de cualquier inhibición, Lagaver comenzó a tocar el bandoneón todas las noches, y lo hacía con un virtuosismo tal que era el comentario de todos.
– Es un fenómeno, decían los muchachos.
– ¿Vieron cómo la escolasea?, decía “El Negro” Lavena.
– Ese es mi pollo, decía “Juanqui”.
– ¿Quién es este Dogor?, nos preguntábamos todos.
En una comunidad pequeña, como era Escobar, enseguida trascendió que en La Pérgola “había un gordo que la rompía”. Y cada noche era un lleno total.
Entre el publico presente era infaltable “El hombre de la memoria fotográfica”, quien ante cada interpretación se ponía de pie y decía título, autor, año de grabación, compañía grabadora e intérprete, provocando la carcajada de todos.
Tocaba con un estilo personal e inconfundible y lograba arrancar de aquel “viejo fueye desinflado” tonos y matices únicos, que solo un artista de gran sensibilidad y talento puede conseguir.
Tenía aquella música un poder cautivante, casi hipnótico, pues cuando invadía el lugar cualquier discusión se interrumpía, despertaba sensaciones desconocidas, liberaba emociones contenidas y sentimientos adormecidos u olvidados, los mozos dejaban de atender para acercarse a escuchar y “los ñatas contra el vidrio” se amontonaban para ver y oír al “Gordo” del bandoneón.
A este misterio se agregó otro: una luz, que algunos decían haber visto salir del bandoneón.
Personalmente, debo decir que no la vi, pero lo que he notado era que Lagaver al tocar entraba en una especie de trance y su rostro se iluminaba de felicidad y satisfacción.
Cuando el “Gordo” con su arte alcanzaba estas alturas, “La vieja Carmencita”, sentada en la mesa del fondo, lloraba en silencio.
– Es un angel, se le escuchó decir.
VII
Una noche, como un “fantasma del viejo pasado”, volvió “El Petiso” Gomina. Se paró un instante bajo el marco de la puerta (parecía aquel “paria que el destino se empeñó en deshacer…”, de los versos de Alfredo Lepera) y entró.
En ese instante, como si el destino quisiera ponerle música a la escena, Lagaver comenzó a tocar “Cuesta Abajo”.
Caminó con la vista fija en “El Francés”, que tocaba, como siempre, con los ojos cerrados, se detuvo frente a él, callado e inmóvil, ante el silencio expectante de todos.
Lagaver dejó de tocar, cerró lentamente el bandoneón y abrió los ojos (dio la sensación que lo estaba esperando). Pareció sonreír; luego, poniéndose de pie, con voz afónica (siempre que tocaba se ponía afónico) dijo:
– Señores… sepan disculparme un momento, debo hablar con este hombre, y se dirigieron a la piecita del fondo.
– ¿Qué tienen que hablar?
– ¿De dónde se conocen?
– ¿De dónde viene “Gomina”?
Estas y muchísimas preguntas más se formularon esa noche, mientras “Gomina” y Lagaver estuvieron reunidos. Interrogantes que nadie podía responder y que iban a perdurar en el tiempo, pero por sobre todas las dudas había una que se imponía sobre las demás.
– ¿Quién es este dogor?, era la pregunta del millón.
Al salir, “El Petiso” era otro. Aquel hombre vacilante, que un rato antes había entrado, dio lugar a un “Gomina” seguro y feliz. Saludó a todos, como si los años que faltó no hubiesen transcurrido, sonrió, bromeó y conversó alegremente hasta la madrugada. Después saludo a todos, se abrazó con Lagaver y (como diría Horacio Ferrer) “Tangamente” se fue.
Esa noche “El Francés” tocó mejor que nunca, y lo hizo hasta quedarse dormido sobre el bandoneón.
VIII
El domingo, “El Francés” se levantó temprano.
– Me voy amigo, dice “Juanqui” que dijo. Espero poder pagarle algún día la “moma” que me dio.
– No debe nada, mi amigo, imagino yo que dijo “Juanqui”. Cuando quiera volver, esta es su casa.
Y se fue.
No dijo adónde. Ni “Juanqui” le preguntó.
El último que lo vio fue Alfredo Maggio, el comisionista, en Retiro, subiendo al tren.
– Se tomó “El Rosarino”, dijo Alfredo. Iba tristón.
Cada vez que con los queridos amigos que La Pérgola me dio analizamos los hechos que rodearon la estadía de Monsieur Lagaver en Escobar, surgen nuevos interrogantes, como su misteriosa aparición y desaparición del lugar, sin que nunca más, supiéramos de él. O el “olvido” del bandoneón en la piecita del fondo.
¿Puede un artista olvidar su instrumento y no volver a buscarlo jamás? Un bandoneón al que nadie pudo arrancarle un solo acorde y que hizo decir a “Quique” Osterwalder (un reconocido músico de la zona): “Este fueye está maldito”, antes de colocarlo sobre la mesa y desarmarlo en una especie de autopsia desesperada en busca de una respuesta, para encontrar otra pregunta que nos dejó asombrados, ya que el fueye estaba vacío.
¿Una broma de Lagaver? Imposible, un músico de su sensibilidad no dañaría nunca un instrumento. ¿Quién practicaría esa ablación de elementos? ¿Y para qué? ¿Era este realmente el bandoneón de Lagaver? “Juanqui” asegura que sí y que nadie lo abrió.
Misterios que perduran y se acrecientan, interrogantes sin respuesta todavía, que hacen que cada vez seamos más los que pensamos que “La Loca Carmencita” tenía razón.
Que monsieur Lagaver era un ángel.
Un ángel gordo, que anduvo por la tierra tocando el bandoneón.
“MONSIEUR LAGAVER” / Juan Carlos Villalba / Enero 2007 / Escobar