Juan Carlos Villalba rememora el “ferrocidio” de los ’90 a través de un diálogo entre amigos que recuerdan una historia cruda y paradojal.
Por Juan Carlos Villalba
Belén de Escobar – Marzo 2009
Imaginen esta escena –dijo A-, a quien le gustaba ilustrar las charlas con imágenes cinematográficas: “Anochece… un barrio cualquiera… estás volviendo a tu casa con ganas de descansar, deseando ver a tu familia, y al llegar a tu domicilio… tu casa no está”.
– ¿Cómo que no está?
– No está más… -dice A-, no existe… Está la casa del vecino, la vereda, la del otro vecino, pero de tu casa ni rastros… el terreno vacío… ¿que sentirías?
– No sé, es muy fuerte, dijo “Quique”.
– Angustia, dijo “El chivo”.
– Desesperación…, dijo “Juanqui”.
– Yo me vuelvo loco, agregó Enrique.
El disparador de aquella conversación había sido el libro que Enrique trajo al bar. “Ferrocidio”, de Juan Carlos Cena, fundador de MO.NA.RE.FA (Movimiento Nacional para la Recuperación de los Ferrocarriles Argentinos) y que narra objetiva y descarnadamente el desguace y desmantelamiento sistemático que fue la privatización de los ferrocarriles nacionales.
– Este es el título más acertado que un libro pueda tener, dijo Enrique. Lo que hicieron fue un crimen, agregó.
La lectura de ese texto, analizarlo y tomar conciencia de las consecuencias desastrosas que aquella medida ocasionó hicieron que las palabras crimen e impunidad se escucharan varias veces en la conversación.
La repetición de aquellas palabras, el conocimiento de que a raíz de este despiadado proceder político existen (¿existen?) hoy más de 800 pueblos fantasmas en el interior del país, con sus habitantes muriéndose de tristeza, nos fueron llevando a la historia de “Lucho y el tren”.
– ¿Se dan cuenta ahora por qué enloqueció Lucho ?, dijo A, retomando la charla.
Lucho se había criado en los trenes, el viejo era maquinista y desde pibe lo acompañó en cada viaje. A los 6 años conocía todas las estaciones y apeaderos, el nombre de cada jefe de estación, guardabarreras y cambistas, desde Escobar a Rosario. Y todos conocían a Lucho.
“Mi viejo llevó a Perón y Evita”, contaba cada vez que podía. “Yo los vi de cerquita, ella me acarició la cabeza”, repetía con orgullo. Tal vez la única caricia maternal que recibió en su vida (de la madre nunca supimos nada).
– Ustedes saben -continuó A- que Lucho no tenía casa, que cada invierno zafaba del frío tomando el Rosarino (por ser ferroviario no pagaba pasaje). Viajaba 5 horas de ida y 5 horas de vuelta, abrigado y contenido.
– Cuidámelo bien, repetía cada mañana al bajar del tren en Escobar, mientras saludaba sonriente al maquinista de turno.
– Por eso -dijo A– cuando suspendieron el servicio a Rosario, y despidieron tanta gente, Lucho quedo sin casa y sin familia. No lo podía creer, balbuceaba incoherencias y se quedó en la estación -de la que era imposible alejarlo-, esperando el tren, como tantos Luchos a lo largo del país.
Para el invierno siguiente, Lucho era como una sombra vagando por el andén.
Abandonado en su aspecto y triste, miraba las vías y repetía: “No puede ser… el tren volverá…”.
Hábil luchador contra las inclemencias, colocaba diarios viejos entre sus ropas para protegerse, pero el invierno de 1992 fue demasiado duro y Lucho murió de frío sentado en la estación.
Dicen los muchachos de la funeraria que en uno los diarios que tenía sobre su pecho el presidente Menem sonreía junto a la frase “Ramal que para, ramal que cierra”.
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