La democracia política y la democratización económica, un solo modelo. Por Martín Vicente.
En los años ‘60, el notable politólogo estadounidense Robert Dahl comenzó a publicar una serie de trabajos donde postulaba un modelo de regulación democrática al que denominó Poliarquía. Como su raíz etimológica lo marca, el concepto implica la co-existencia de diversas minorías que puedan competir por el poder político por la vía del voto, asentadas en fuerte representatividad social y amparadas por normas de competencia –a las cuales, con su pasión por las metáforas lúdicas, la academia del país del norte gusta de llamar “reglas de juego democrático”– capaces de asegurar un equilibrio donde no pudieran crearse ni mayorías estables plausibles de abarcar un espectro socio-político constante y mayor al de la suma de sus adversarios electorales, ni minorías atomizadas incapaces de dar estructuración al sistema político.
El entonces profesor de la Yale University marcaba que el sistema democrático podía oscilar, sin embargo, entre dos modelos opuestos: una oligarquía competitiva –un caso prototípico sería la Argentina previa a la Ley Sáenz Peña, con elecciones institucionalmente restringidas y competencia básicamente intraelitaria– y la Poliarquía perfecta, donde el modelo antes reseñado pudiera maximizarse y hacerse sostenible en el tiempo hasta constituir un sistema político establecido.
El impacto de su teorización, extendida y profundizada en varias obras, la transformó en uno de los clásicos de la reflexión política del siglo XX, y tanto el propio Dahl como numerosos académicos utilizaron luego un conjunto de pautas metodológicas capaces de determinar el “grado de Poliarquía” de una democracia, en compás con el giro cientificista de las ciencias sociales y el interés de los organismos internacionales por promover herramientas de medición para sociedades en proceso de modernización y complejización de sus diversas esferas.
Dahl, nacido en 1915 y formado en un momento en que las ciencias políticas estaban constituyéndose como tales –con el recorte de ámbitos de investigación típico de toda institucionalización científica–, reconoció luego que su modelo poseía una falencia central: no tomaba en cuenta las limitaciones que las estructuras macro y micro-económicas producían en las sociedades y en sus agentes mayoritarios: los actores sociales que conforman los grupos por fuera de las elites.
Si su primera obra clásica se tituló Un prefacio a la teoría democrática, donde nació la categoría de Poliarquía, el libro donde reformuló sus postulados llevó por significativo nombre Un prefacio a la teoría económica. Allí, este intelectual –quien, valga la aclaración para que los siguientes párrafos no sean sobreinterpretados, lejos está de ser un autor marxista– señalaba enfáticamente que la extensión de un modo de capitalismo que denominaba “capitalismo empresario” atentaba contra la libertad política, que era el valor que buscaba fortalecer con sus intervenciones previas.
Para Dahl, las desigualdades de orden económico “si bien por cierto no están en el origen de todas las formas de desigualdad”, sí resultan claves para determinar la base de posibilidad de aquella igualdad que lo había obsesionado previamente, en tanto en el orden económico se deciden una serie de patrones que determinaban lo que hoy está en boga denominar las “condiciones de construcción de ciudadanía” de los actores sociales, y debía comenzar a subsanarse mediante la democratización de los espacios económico-laborales.
Fue entre fines de los ’70 y principio de los ’80 cuando, en inicios del ciclo neoliberal mundial, Dahl formuló aquel segundo trabajo que tan profundamente puede hablarnos de la democracia argentina, en coincidencia con el inicio del conflicto constitutivo de nuestra democracia actual, que se reseña a continuación.
La experiencia argentina
Con el retorno de la democracia en 1983, el presidente Raúl Alfonsín planteó como objeto de la lucha de su gobierno lo que denominó “las corporaciones”. Se refería con tal mote a los grupos concentrados y diversificados –es decir, pocos grupos, diversas áreas económicas de intervención– que habían crecido al calor de las políticas económicas de la dictadura previa y que ponían en jaque la transición democrática y el sistema político todo.
Su diagnóstico fue tristemente lúcido, teniendo en cuenta la serie de políticas que debió aplicar con la pérdida de su poder político entre la salida de su primer ministro de Economía, Bernardo Grispun, y el acelerado final de su gobierno, del cual los grandes grupos empresarios –en aquellos años, “los capitanes de la industria”– fueron protagonistas centrales.
Volviendo a la historia de las ciencias sociales, fue un tópico recurrente de los ’90 entender el tortuoso proceso de quiebre del alfonsinismo en términos de “golpe de Mercado”, una nueva estrategia donde los grupos de elite troncaban el recurso del golpe militar por el del disciplinamiento y/o socavamiento político a manos de los grandes actores económicos.
Así como el ciclo de imposición del neoliberalismo en nuestro país reconoce un gran arco originario en las políticas de Celestino Rodrigo durante el gobierno de María Isabel Martínez de Perón y su maximización en las de José Alfredo Martínez de Hoz durante el régimen autoritario, y un gran arco cenital durante el menemismo, que acabó en el colapso de 2001 durante el gobierno de la Alianza, ambos en manos del estatizador de la deuda privada durante el final de la última dictadura, Domingo Cavallo, en el accionar de los grandes grupos económicos durante la transición democrática se encuentra un complejo proceso de limitación de la democracia real a manos del poder económico.
Pero ese modelo limitante, propio del neoliberalismo, no fue el único factor que determinó el ahogamiento de la política por la economía sino que, como lo ha demostrado de modo palmario la socióloga Ana Castellani en Estado, empresas y empresarios, a partir de 1966 y la llamada “Revolución Argentina”, el Estado asumió un rol de socio a pérdida con las grandes empresas, abriendo para ellas verdaderos “ámbitos privilegiados de acumulación”, como los denominó Castellani, que conformaron el famoso “Estado bobo”: un Estado que subsidiaba nichos cautivos de los grandes capitales para beneficio de ellos.
Tal situación se agravó con el neoliberalismo y su punto nodal, no ya el gobierno de la economía, sino el de una matriz económica que generaba deuda externa, bajo la misma lógica, por medio del sostén de los grandes grupos y la pagaba la sociedad en su conjunto, como lo plasmó el economista Eduardo Basualdo en los resultados de sus Estudios de historia económica argentina.
La articulación entre grandes grupos económicos y la dirección de la política económica estatal ha sido la gran conductora del modelo neoliberal, pese a su prédica antiestatalista, que supeditó la política a una economía prefijada que disminuyó permanentemente el eje central de la acción socio-política: la conformación ciudadana capaz de accionar en el espacio público y la capacidad estatal de dar respuesta.
La hegemonía del neoliberalismo en la Argentina, cuyo modelo implicó, como acertadamente lo denominó el politólogo Sergio Morresi, “la democracia sin política”, generó una desestructuración de las formas políticas tradicionales, patente tanto en la transformación de la politización social como en la crisis de los partidos políticos. Tras la crisis del 2001, la primera de las expresiones comenzó a reestructurarse, en parte sobre uno de los ejes de resistencia al neoliberalismo, como lo fueron las experiencias de base social no institucionalizadas, lo cual explica en parte la persistencia del segundo fenómeno –su vaciamiento identitario por asimilar el modelo neoliberal es la otra, y principal, explicación central.
En tal sentido, el desafío de limitar el poder del “capitalismo empresario” se hace acuciante para desarrollar nuestra democracia, y lo más interesante es que ella cuenta con una institución fundamental, inscripta en nuestra Carta Magna desde la reforma de 1957, que adelanta las propuestas de Dahl: la “participación en la ganancia de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección”, como postula la Constitución de la Nación Argentina en su artículo 14 bis, es entonces un paso basamental en la dirección hacia una democracia integral, aquella que sólo responde a sí misma en tanto todas sus instancias devienen de la participación de los ciudadanos en los ámbitos de poder.
A partir de allí, entonces, la actual coyuntura muestra dos proyectos centrales para reencausar el sistema económico argentino en las facetas tocantes a la relación de las empresas con el Estado y la sociedad: por un lado, el ingreso de partícipes estatales en los directorios de las empresas donde hay acciones del propio Estado, es un modo de comenzar a romper la lógica que sostuvo los “ámbitos privilegiados de acumulación”, haciendo al Estado veedor efectivo de los intereses colectivos sobre el capital allí aportado; por el otro, por medio del proyecto de ley promovido por el diputado y abogado de la CGT Héctor Recalde, de participación de los trabajadores en las empresas tal cual lo manda la Constitución.
La combinación de ambas medidas es una necesidad del sistema no ya económico, típica en los capitalismos desarrollados, sino plenamente del sistema democrático, en pos de una democracia completa tal cual supo entenderla con inteligencia y autocrítica el propio Dr. Dahl.
Por Martín Vicente
Investigador becario doctoral (UBA) del Conicet
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