Desde muy pequeño supo que se llamaba Feliz Juan. Casi todos, evitando la dificultad en ser señalado como un trabalenguas, lo apodaban Feliz. Al cumplir siete años, fastidiado por las preguntas insistentes e inoportunas de sus compañeritos de la escuela, empezó a indagar por qué le habían impuesto dos nombres.
Al cabo de un tiempo, y por personas extrañas, supo una parte de su historia, que lo intrigó: necesitaba saber quién había sido el culpable de su binomio, ¿por qué tanto misterio? Sin dar mucha importancia a lo que le habían contado, quiso averiguarlo con su propia madre adoptiva. Esta, aparentemente molesta, le contestó cualquier cosa, lo que no conformó a Feliz. Solamente las insistencias del chico provocaron la explicación de algo que pudo ser una verdad.
La madre, apelando a una delicada sutileza, para no herirlo, le contó: “Él, Feliz, era un adoptado, y por dos veces”. Mientras, observaba la cara del chico para descubrir su reacción. No habiendo sorpresa, siguió contando. El gato de la casa, acurrucado arriba de un trapo, miraba con atención todos los gestos de su patrona, como para saber de qué argumento se trataba.
– En la primera de las adopciones, un anciano jubilado, atraído por los gritos de una criatura, pudo acercarse al peldaño de una casa abandonada: alcanzó a ver un bulto envuelto en una manta. La finura de la manta dejaba pensar que él o la responsable del abandono era una persona pudiente. Con suma cautela, te llevó a su casa para cuidarte amorosamente. Vivía sólo, pero apeló a sus pocos conocimientos instintivos para atender a tus primarias necesidades. Muchos años atrás había colaborado con su única nuera en atender una nena. Con el paso del tiempo, el hijo, la nuera y la nena se esfumaron, y no hubo más noticias de ellos. Una vecina completaba, a tiempo alterno, el quehacer para una criatura de apenas pocos meses de vida. Fue él que te impuso el nombre Feliz.
– No fue fácil para el anciano Tata dedicarse al cuidado de una criatura de pocos meses pero, con alguna ayuda, pudo criarte con mucho cariño hasta los cuatro años. Parecía haberse regalado varios abriles de vida al tener que ocuparse de un ser tan pequeño. Fuiste muy bien cuidado en tus necesidades primarias, y crecías correctamente. Los años pasaban y, opuesto a la evolución del chico, el Tata empezaba a sentirse no como antes. Aquejado por múltiples malestares, característicos en su edad, un día Tata terminó su vida serenamente. Alguien, la noche anterior, le había escuchado quejarse: “No me siento muy bien”. Me contaron que tú te acercaste a su cama para despertarlo, sin poderlo conseguir, y corriste de la vecina para saber qué estaba pasando. Los buenos vecinos se ocuparon del papeleo por su defunción y lograron colocar su cuerpo exánime en el lugar debido.
– A partir de ese momento quedaste sin el protector. Alguno se preocupó de informar a las autoridades del lugar para encontrar una persona que proveyera a tu cuidado. Fue así como me enteré de tu existencia: una empleada municipal amiga, que me conocía viuda y sin hijos, me propuso que te adoptara. Mi esposo había fallecido en un accidente: le gustaba trepar por paredes escabrosas. Un día, las sogas rasparon contra la parte filosa de una roca, y se cortaron: no me complace recordar ese día. No fue espontáneo mi consentimiento a la adopción pero, luego de haberlo considerado con tiempo, acepté llevarte conmigo.
– Una vez en mi casa, consideré necesario bautizarte y darte un nombre, mientras se completaba el trámite por la adopción. Sabía que el Tata te llamaba Feliz, sin asentarte en ningún registro parroquial o municipal. Te inscribí con el nombre Juan: así se llamaba mí padre, sin borrar tu primer nombre. Si a vos no te importa, yo acepto que muchos te sigan llamando Feliz. No tuve la suerte de tener hijos propios, y poderte adoptar fue para mí como llenarme un gran vacío. Para cumplir con tu formación elegí la mejor escuela del pueblo. Ahora estás metido en la casa que heredé de mi marido, y con las normas que me impuse en mi vida de viuda, cuando seas más grande podrás elegir lo que más te agrada para ser un buen ciudadano. Por mi parte, voy a seguir apoyándote con toda mi alma y todos mis medios.
Terminado este relato, emitió un suspiro de satisfacción. Siempre había evitado el tema para no herir la sensibilidad del chico, pero en este caso, él había tocado el asunto y le pareció una solución satisfactoria para ambos. A todo esto, Feliz, sin profundizar la narración, quedó contento y conforme. El argumento, así como lo había expuesto la madre, era más que suficiente para su curiosidad. Satisfecho por todo el afecto que ella le ofrecía, aceptaba a ojos cerrados todos sus dichos y sus admoniciones.
El comportamiento de Feliz en la escuela, sin ser excelente, era correcto y educado, tanto como ser considerado un buen alumno. El local donde funcionaba la escuela era simplemente una cómoda pieza de una casa de familia, acondicionada para contener a mala pena veinte chicos. La maestra, una gordita bonachona, recurría a malabares para deslizarse entre los bancos y la mesa que funcionaba como cátedra.
Feliz compartía el banco con Enzo, un chico de su edad. No hubo problemas para que rápidamente fuesen excelentes amigos. En lo permitido, se ayudaban en los deberes. Siendo ambos de carácter afable, se complementaban muy bien, tanto en las horas de clase como en las de esparcimiento. Raramente se alternaban las visitas en sus respectivas casas: tal vez la razón era provocada por la diferencia social entre las dos familias. Nada en especial pero, tal vez, sin ninguna intromisión de ambas parte, se producían estos pequeños desequilibrios comunitarios.
Enzo formaba parte de una familia de buenos recursos económicos, mientras la de Feliz era simplemente modesta: pertenecía a una clase que se podía considerar como media. El chico Feliz nunca tuvo privaciones, tampoco excesos o despilfarros, y se sentía muy cómodo como estaban las cosas. En su simplicidad, no consideraba necesario alterar su amistad con Enzo si cuando terminaban las horas de clases lo venían a buscar con un coche, mientras él debía recorrer el camino a pie. Feliz pensaba que si no podía subir al auto era porque la casa de Enzo se encontraba al lado opuesto a la suya. Estaba bien así.
La amistad de los dos chicos siguió sin tropiezos hasta terminar todos los grados vigentes en la escuelita, mientras la evolución natural iba produciendo cambios relevantes, físicos y mentales, en ambos. Terminados sus compromisos de estudios en el pueblo, a Enzo lo trasladaron a la ciudad para continuar su formación, y la madre de Feliz consideró necesario que eligiera un oficio para su futuro: la elección fue dedicarse a la mecánica. De noche mejoraba sus estudios con una maestra privada. La separación entre los dos crecidos adolescentes y amigos no tuvo nada de traumático; un simple apretón de mano y una promesa de seguir siendo amigos por el resto de la vida: fue todo muy sencillo. No fue un acto que revelara toda la amistad acumulada durante los años en la escuelita.
En modo informal se prometieron noticias con cartas, cosa que luego se evidenció poco consistente. El motivo de esta manifiesta frialdad era que Enzo, varias veces y por simple curiosidad, inoportunamente pretendía investigar sobre el porqué de la ausencia de los padres de Feliz. Éste no soportaba la insistencia a esas preguntas, y siempre contestaba con evasivas: no quería romper el vínculo de amistad de tantos años, pero todo no era como antes. El tema también a él le interesaba, pero nunca supo por dónde y cómo empezar. Por ahora tenía la explicación que le había proporcionado con detalles la madre adoptiva.
Estuvo cavilando sobre esa búsqueda durante un tiempo más; al final, llegó a la conclusión de que tenía tantas cosas para preocuparse y no valía la pena ocuparse de fantasmas. Aparte llegó a la conclusión de que, en cierta forma, esa morbosa curiosidad no caería muy bien a la madre adoptiva. Feliz la adoraba por haber recibido tanto desde el momento en que pisó la nueva casa y, a toda costa quería que ignorara esas cosas no tanto interesantes.
Pasó el tiempo, y llegó el momento, para los dos presuntos amigos, de presentarse a sus obligaciones militares. Por problemas de fechas y de escaso interés, no tuvieron ni la posibilidad de saludarse. También fue de obstáculo la lejanía interpuesta entre ambos. Enzo, por la intervención de sus padres con personas influyentes en el mismo distrito militar, pudo eximirse del servicio. Aprovecharía ese tiempo para terminar sus estudios de abogacía en otra ciudad más apartada. A Feliz lo confinaron en un regimiento de infantería, bien lejos del pueblo, del cual nunca se había apartado tanto. Él consideraba todo eso como una cosa normal; ¿y cómo caería esta situación en el ser de la madre? No podía poner de un lado todas las atenciones y el cariño que ella le brindaba, y que él le correspondía.
El momento en que Feliz se alejó del pueblo fue una práctica con mucha conmoción. Un abrazo, con la madre, muy fuerte y prolongado, con muchos besos y un sinfín de recomendaciones: que se cuidara mucho por su salud, que se adaptara con animo a su nueva vida, que respetara a sus superiores, que escribiera bastante sobre su nueva actividad y tantas cosas más que le salían del corazón por el afecto que Feliz merecía. Como conclusión, hubo una aparente calma recién cuando el tren, que se llevaba muy lejos a la persona querida, se esfumó de la vista. Lentamente volvió a su casa ocupándose de algún quehacer doméstico como una distracción: más adelante encontraría el modo como enfrentar esa nueva forma de vida. Quizás podría volver a ser parecido al tiempo en que Feliz no había entrado en su sistema.
Volvió a su casa. Le tembló la mano al colocar la llave en la cerradura. Adentro, dio una mirada a las cuatro paredes: no lograba explicarse la sensación que la invadía, todo le resultaba extraño: no le parecían las mismas cosas que había dejado al salir. Algo estaba pasando. Pensó sentarse y reflexionar sobre esta nueva situación, de paso se secaría los ojos con un pañuelo. ¿Podía ser que el cariño sentido por ese muchacho le podía producir todo eso? Sin embargo, algo tenía que ver… ¡No era para tanto! Consideró que su lugar no era el de una persona joven, y tenía que enfriar ese estado de cosas. Buena solución sería volver a las tareas de siempre, y quedarse en la espera de la primera carta de Feliz. Una vez más el gato, con curiosidad, seguía el movimiento del pañuelo sin entender la razón.
Con mucha tranquilidad y sin apuro, Enzo pudo terminar su carrera de abogacía. Le había costado algunos años más en conseguir su título, pero sin muchas preocupaciones. Los padres nunca se dieron cuenta de la vida que llevaba el hijo. Estaban convencidos de que los estudios lo tenían muy ocupado. Enzo no se acercó a algún profesional para practicar lo que había aprendido, tenía poco interés de ejercer su profesión: la renta mensual de su papá le alcanzaba para mantenerse alejado de cualquier trabajo. Se había descubierto como un mujeriego empedernido, y a la noche estaba casi siempre ocupado en esos menesteres. Le sobraban amigos de la misma calaña, y vivía contento.
Una noche avanzada, casi de madrugada, en un añoso coche cargado con cuatro de sus amigos, y con bastante alcohol en el estómago, tuvieron la mala suerte de chocar con una vaca. El pobre animal quedó tendido en el camino de tierra, y el coche fue a terminar en una zanja con las ruedas para arriba. Los ocupantes del coche, por comentarios posteriores, estaban heridos y aturdidos; no daban signos de vida.
Dada la hora y el lugar, nadie pudo arrimarse en el momento para darle una ayuda. Recién, a un tiempo largo, algunos campesinos, encaminados al trabajo, lograron sacarlos del vehículo tumbado y depositarlos sobre el camino. Estaban inconscientes y malheridos. Nadie supo exactamente el tiempo que duró esa coyuntura hasta que llegó un vehículo para arrimarlos al hospital más cercano: tal vez recibirían una atención adecuada.
Un conocido se ocupó de avisar los padres de Enzo. Esto ocurrió bastante tiempo después que los infelices, una vez atendidos con los tratamientos más urgentes, pudieron recibir a los familiares. Los facultativos y los enfermeros habían tenido mucho trabajo para reacondicionar los heridos. Los padres de Enzo, apenados y sorprendidos por el estado calamitoso del hijo; era porque no conocían las andanzas nocturnas de Enzo. Ni pudieron hablar con él por el efecto de la anestesia.
Con el primer parte médico se enteraron que el hijo estaba bastante malherido: tenía tres costillas, la clavícula derecha y la tibia derecha quebradas. No estaba muy clara una fisura del fémur derecho. La existencia de un largo parche en la cara derecha indicaba el haber tapado una herida considerable. Todavía los profesionales ignoraban el estado de los órganos internos, mientras los machucones y las escoriaciones eran evidentes. Más adelante podrían dar un informe más preciso.
Llegó el segundo parte médico con la aclaración de que el primero había sido bastante preciso, y la comunicación del jefe era que Enzo debía quedar internado por casi dos meses. Cuando el infeliz pudo tener el alta del nosocomio, ya se habían agregado treinta días más en el lugar de cura. Salió de allí en silla de ruedas, con pierna y hombro enyesados. El tórax estaba protegido con una abundante faja de tejido elástico. Con tantos meses más de inactividad, pudo dar los primeros pasos con la ayuda de una muleta y un bastón. Ya no podía abandonar la casa paterna, debía esperar por la recuperación, y le sobraba tiempo para cavilar cómo rebobinaría su vida.
Tanto había detestado vivir en esa casa paterna: ahora, ese sitio se había vuelto en el único lugar en donde podía seguir recibiendo las atenciones aptas para su estado. Una enfermera se ocupaba de curarlo semanalmente. Se podría haber recurrido a una internación, pero la finanza familiar, en ese momento, no daba para más gastos.
El servicio militar de Feliz había sido para él una travesía de aprendizaje. Pudo estar al tanto de muchas cosas que no aprendió, sea en la escuelita que en el pueblo. Había conocido más de historia y geografía que en los lugares de estudio. También le dio la posibilidad de tener más amigos, tanto en el cuartel que en la ciudad.
Los sábados, en los que la actividad militar era casi nula, aprendió a bailar, cosa que le permitió asociarse a una institución que se ocupaba de organizar eventos familiares con diversiones de ese tipo. Fue así como conoció una chica de la ciudad, que lo acompañaba en las actividades danzantes. Claro que con las prácticas bailables y las visitas a la casa de la joven, se estaba asomando una comprensible simpatía recíproca: se llamaba Elsa.
El tiempo acrecentó este sentimiento. Al fin, Feliz, en el uso de una licencia militar, decidió llevarla a conocer su madre en el pueblo. Fue una decisión acertada porque la madre quedó fascinada de la chica, cosa que ambos estimaron positivo este consentimiento. Los enamorados, luego de esta manifestación de afecto, consideraron seriamente la posibilidad de un futuro enlace. Sin postergar tanto la importante decisión, en presencia de la madre, formularon el compromiso recíproco de casarse al terminar las obligaciones militares. Faltaban apenas dos meses y la madre, contenta, se comprometió a dejar la casa en orden para esa época.
Durante la estadía por la licencia militar, Feliz se enteró de la desaventura padecida por Enzo. Una serie de recuerdos invadieron la memoria de Feliz y con ellos la vuelta a la adolescencia. Por discordancias anteriores, le hubiese dado poca importancia, pero no pudo borrar en su memoria los años convividos en la escuelita del pueblo. Durante todo el tiempo transcurrido no lo había pensado. Quizás la culpa del anterior olvido fue motivada por el paréntesis de noticias recíprocas durante muchos años. Ahora, no era el caso endosar culpas a nadie. Las noticias del infortunio de Enzo lo intimaban a poner de un lado cualquier viejo rencor. Decidió ir a saludarlo. Preguntó si él seguía viviendo en la casa que conocía, y una tarde puso en práctica su decisión de la visita
La madre de Enzo lo recibió con mucha conmoción; tomándole la mano lo acompañó en la pieza donde descansaba el hijo. El encuentro entre los viejos amigos fue muy emocional, casi patético. Feliz tuvo que acercarse a la silla de ruedas del convaleciente, pudiendo abrazarse en la mejor forma posible. Ambos no lograron articular palabras mientras alcanzaban a secarse unas lágrimas. Para el visitante, el cuadro que estaba observando era altamente triste. Tenía frente suyo los restos de un ser humano que un tiempo fue vigoroso y alegre, tal como él lo recordaba. Enzo quiso contarle su penosa aventura con todos los detalles, y Feliz, para no afligir al amigo, fue muy parco en ilustrar sus logros. Le comentó del servicio militar, que estaba por terminar, y que seguía viviendo en la casa de la madre.
Estos relatos fueron escuchados por el inválido con sumo interés. Para amenizar el clima anómalo que se venía alojando, a Feliz se le ocurrió rememorar los tiempos de la escuelita del pueblo: a Enzo se le iluminó la cara. Lo primero que recordaron fue la figura de la excelente maestra un poco pasada de peso, que, sin quererlo, provocaba escenas de gimnasia ridícula cuando tenía que serpentear entre el reducido espacio para atender a los alumnos.
No faltaron comentarios sobre los demás compañeros de la escuela. Durante todo el tiempo de la visita, la madre se sentó un poco lejos del pie de la cama para no inmiscuirse en el diálogo de los jóvenes: se limitó a escucharlos en silencio en tanto se secaba algún lagrimón con el dorso de las manos. Para ella también fue una zambullida en el tiempo pasado: conocía bastante a Feliz por verlo cuando iba a buscar el hijo a la escuelita, y por qué este le hablaba siempre del amigo.
Se estaba oscureciendo, y el tiempo amenazaba lluvia. Feliz se levantó para concluir la visita: comentó que lo estaban esperando la madre y la novia. Durante la conversación no se había mencionado el tema de la novia, lo que provocó una notable cara de sorpresa en Enzo. Tal vez fue un desliz, pensó Feliz, pero involuntario. Sea como fuera, ya lo había dicho, y quiso enmendarlo mediante alguna palabra de circunstancia, con el propósito de hablar del asunto en una próxima visita. Otro remendado abrazo cerró la visita, con Feliz preocupado y un poco culpable por la innecesaria mención de la novia.
En el camino a casa, el fresco de una llovizna incipiente mitigó el sentido de culpa que le había alcanzado en la casa del amigo. Todavía no alcanzó a borrar de la memoria el aspecto horrendo de Enzo, pensando al futuro de una persona inhábil. Este ahora estaba bajo las atenciones y las premuras maternas. El padre ya había fallecido y no imaginaba quien podría cuidarlo después que la madre abandonara este mundo.
Llegado a su casa, Feliz fue muy escueto en relatar todo lo que había visto y conversado. Tampoco comunicó a los suyos las impresiones personales. Con la novia retomaron el tema de la vuelta al cuartel para concluir sus obligaciones con el gobierno.
Esta vez, la despedida con la madre fue menos complicada: faltarían sólo dos semanas. Puntualmente, llegó al cuartel y pudo firmar el fin de sus obligaciones castrenses. Corrió a dar la buena noticia a Elsa. Ya podrían hacer planes concretos para el casamiento. Feliz tenía ganas de quemar las etapas, sólo debía concordar la fecha con la novia. Llegaron a un acuerdo: él volvería a su pueblo para preparar todo, ella quedaría en su casa para organizar lo que le faltaba. En una semana se comunicarían el estado de cada cosa; si resultaba todo en regla, Feliz iría a buscarla con alguno de los parientes más importantes.
Llegó el gran día de la ceremonia: Elsa estaba espléndida con su vestido blanco y Feliz estaba a tono con la ocasión. La madre de Feliz, antes de que los novios saliesen de la casa, daba vuelta por todos los rincones de la pieza sin saber exactamente a qué atribuirlo. Era la angustia que la atormentaba. Ganándole al temor que la bloqueaba, llamó a los dos en su dormitorio, los hizo sentar en su cama, tomando la actitud de quien pronunciaría un discurso importante y, mirándolos fijo, se quedó parada sin articular sonido: un nudo en la garganta se lo impedía. Duró pocos segundos. Secándose las lágrimas, alcanzó a dar el motivo de su estado de ánimo: “Chicos, están por emprender una nueva vida. Tengan en cuenta que esta casa es y será siempre vuestra casa, y les prometo que jamás tendrán mi intromisión en vuestros asuntos; si lo necesitan, les podré ser útil en algo. Mis bendiciones los acompañen hasta que viva. Ahora, sigan vuestro camino”.
El cambio de anillos en la iglesia fue muy emotivo, con beso prolongado. A la salida hubo una lluvia de arroz y un frenético despido de todos los presentes. Sentados en el coche que los llevaba en el lugar previsto, Elsa y Feliz, abrazados, formularon una vez más sus promesas recíprocas por los años venturos.
Por Canio Nicola Iacouzzi
Nació el 6 de diciembre de 1916 en Routi, Italia. En 1959 integró la Comisión Pro Creación del Partido de Escobar. Declarado “Ciudadano Ilustre” en 2004 y “Mayor Notable Argentino” en 2005.