(O el débil equilibrio que se suscita a diario entre la vida y la muerte en las calles del Conurbano de la provincia de Buenos Aires)
Por Eduardo M. Tropeano
Garín – Pascuas de 2009
El hombre caminaba casi exultante, aunque sabía muy bien que su perfil no le daba para eso.
Sus borceguíes estaban apenas despegados en las puntas y el de la derecha en un costado. Aun así, los lustraba cuidadosamente cada mañana. Ponérselos era toda una ceremonia. Entalcaba sus medias, porque de otra manera no podía calzarse, igual debía ayudarlo su esposa, mientras le cebaba unos mates.
Ella le recordó algo que él iba notando cada día. Su panza comenzaba a desbordar de los parámetros que hasta hacía poco parecían normales.
– Tenés que adelgazar un poco, porque cuando llegue el uniforme nuevo no te va a entrar, le recordó Amanda.
Hacía más de dos años que esperaba la llegada de la nueva ropa. El pantalón que se ponía a diario se había puesto brilloso debido a que la gabardina estaba gastada de tanta plancha y lavarropas.
Mientras caminaba se acomodaba la chaqueta y cada tanto sopesaba la pistola reglamentaria que llevaba colgada en el cinto. No le gustaba usar el chaleco anaranjado, casi nunca se lo ponía, a no ser que tuviera un operativo de tránsito o algo por el estilo.
El calor hacía que el asfalto estuviera blando y sus zapatos se pegaban en el piso. Le daba trabajo poder levantar los pies y se ofuscaba al ver que algo de brea quedaba pegada a las suelas. Observaba como todos los días, algunas chapitas de gaseosas que alguna vez quedaron pegadas a la calle, y pensó que con el asfalto blando podrían sacarlas.
Se molestaba del sudor que corría por su frente y se secaba a menudo con el pañuelo que ya no pudo mantener bien doblado.
Miraba los negocios de la cuadra y de tanto en tanto se detenía a conversar con los vendedores que estaban afuera de sus locales.
Se detuvo en la juguetería porque tenía que ver que le compraba a su nieto para la noche de Papá Noel. La mayor de sus hijas había tenido un hijo cuando era adolescente y para el niño había pensado en un payaso de cuerda que caminaba y cantaba. Si bien era un juguete chino, no costaba tan barato, y en un arranque como defensivo, apretó en su bolsillo la tarjeta de crédito.
También se acordó que a sus seis hijos había que comprarles aunque sea, alguna ropa. Trataba de hacer cuentas, pero lo superó la situación. El sueldo no alcanzaba para nada y volvió a apretar la Visa que llevaba consigo.
Un patrullero pasó muy despacio y le tocó bocina. El levantó la mano. No podía dejar de mirar cuando el móvil se alejaba.
– ¡Qué destartalado que está, no entiendo como sigue andando. No hay dinero para arreglarlo, menos nos van a mandar los uniformes nuevos!
Se apuró para llegar al polirrubro de la esquina, porque allí se sentaba unos minutos en una silla de plástico blanco de la vereda, debajo de una sombrilla. Allí siempre se tomaba una coca-cola bebida del pico. No le gustaba usar bombilla.
A veces la pagaba, otras, lo invitaba el dueño. Pensaba en el juguete, y lo sobresaltaba la idea de manguearlo como hacían con todas las cosas sus compañeros, pero le quedaba el amor propio, y jamás lo haría.
Esa mañana prefirió un pomelo porque tenía la sensación que la coca lo hinchaba. Antes de beber, abrió el atado de Marlboro y encendió un cigarrillo. Después de la primera pitada empinó el envase, que de fresco estaba transpirado. Al primer sorbo emitió un eructo interminable, igual que todos los días, luego del primer beso que le daba a la botella.
El gas que salía de su boca, le producía una sensación de alivianarse, sin embargo el cinturón lo ceñía demasiado. Secaba el bigote con la mano, ya que inevitablemente se mojaba con la bebida. Generaba en su boca una mezcla de sabor malsano.
– La unión del tabaco y el pomelo no es buena (se dijo), es mejor el cigarrillo con Coca-Cola.
Iba a tomar otra bocanada de gaseosa, pero la botella no llegó a la boca, la dejó casi suspendida en el aire y miró hacia ambos lados. Tiró el cigarrillo al suelo y lo apagó con el zapato. Dejó la botella a medio tomar sobre la mesa y se puso de pie.
Le llamó la atención un jovencito morocho que estaba parado en la esquina en diagonal al polirrubro.
– ¡Rajemos que hay un botón!, sentenció en un grito el muchacho.
El Bonaerense sopesó nuevamente el arma y bajando el cordón de la vereda puso el primer pie en el asfalto blando. Escuchó un poderoso estruendo y no pudo observar desde qué comercio provino. Sintió como que algo le quemaba en la panza, pero solo atinó a gritar «¡alto, policía!». Volvió a asegurarse con la mano, que la pistola reglamentaria estuviera en su lugar, y al ver correr al joven sospechoso de la esquina, intentó perseguirlo. Fue en ese momento que sintió como una fuerza invisible le impedía mover sus piernas.
– Esta brea caliente me tiene podrido, se dijo.
La quemazón en la panza se fue convirtiendo en un dolor agudo y llevó la mano derecha a tocarse ahí y sus ojos se desorbitaron al ver que la sacaba ensangrentada.
– No puede ser tanta mala suerte (pensó), lo tenía cerca, ahora se me escapa…
Las piernas se le iban aflojando y no le quedó más que arrodillarse en la brea blanda del pavimento, pero enseguida su cuerpo se recostó hacia un costado, quedando el tronco sobre la vereda y las extremidades en el asfalto.
– Seguramente eran menores (pensaba), menos mal que no saqué el arma, de seguro el apuro me habría hecho disparar. A estos no los meten presos nunca. Ahora tampoco, tendrían que haberme matado como para que los lleven a algún instituto…
Se acordaba de la frase que se decía en un tiempo en la fuerza: primero disparar, después decir «¡alto, policía!».
– ¡Qué estupidez (imaginaba)! ¿Dónde está la decencia y el amor a la profesión?
De pronto sintió que el cinturón iba cediendo paulatinamente y que el gas del pomelo que lo había hinchado iba saliendo de la panza a modo de eructo.
– Debería levantarme e ir a buscar ayuda, acá nadie se va a acercar…
Sin embargo, abrió los ojos, que no se había dado cuenta que mantenía cerrados, y se vio rodeado de gente. Los escuchaba como lejanos, murmullos que no entendía.
– ¿Hacia dónde escaparon?, preguntó.
Volvió a sopesar el arma y comprobó que estaba en su lugar. Enseguida apretó en el bolsillo la tarjeta de crédito y recordó al payaso que caminaba en la vidriera de la juguetería. Imaginó la sorpresa de su nieto cuando abriera el regalo. El payaso seguía caminando en su mente.
– Seguro que son menores, murmuraba.
Se dio cuenta de que la brea estaba enchastrando su uniforme. Y como en un ataque de dignidad, intentó moverse hacia arriba en la vereda, pero fue inútil. Pensó en Amanda, cuando tenga que lavar esa ropa.
Seguía imaginando la sorpresa de su nieto y al payaso caminando por el comedor de su casa. Comenzó a escuchar el ulular de sirenas que se iban desvaneciendo por momentos y agudizando en otros.
– Díganles que eran menores, que tengan cuidado de no disparar, seguía murmurando.
Las sirenas sonaban ahora como un disco que patina, su vida iba pasando en un rápido pantallazo. La infancia, la escuela primaria, la Vucetich, los primeros pasos con el uniforme…
– ¡El uniforme! (recordó), esta brea de mierda… Eran menores, díganles que eran menores.
Sintió frenadas impetuosas, aunque de sonidos extrañamente alargados e interminables. Las sirenas se iban apagando, alargando las notas desde lo agudo a lo más grave. También interminable.
Volvió a apretar la tarjeta de crédito en su bolsillo y los murmullos que escuchaba se fueron diluyendo lentamente, sintió la soledad, un inmenso frío en su cuerpo, ya no necesitó apretar la Visa, la fue soltando lentamente.
– ¡Qué extraño! No sabía que el payaso también sonreía…